Por Orlando Pimentel.-
LA ROMANA, República Dominicana.- Hairond, con su cámara al hombro, buscaba entre la multitud un instante que atrapara la esencia de aquella mañana en el pequeño play de La Romana.
Fue entonces cuando lo vio, un hombre anónimo, de rostro tallado por los años y un gesto que oscilaba entre el arrebato y la ternura.
Estaba sentado en la primera fila, absorto en el partido de béisbol, pero su mente, lo intuía, se veía navegar en mundos mucho más lejanos.
Era un espectador peculiar, uno de esos aficionados que parecen vivir cada jugada como si de ello dependiera el destino del juego.
Cuando su equipo cometía un error, el hombre fruncía el ceño con un pique fugaz, como si sus propias manos hubieran soltado la pelota.
Pero al instante siguiente, al presenciar un batazo certero que cruzaba el play con la gracia de un cometa, su rostro se iluminaba.
Una risa explosiva brotaba de su garganta, rompiendo la tensión del aire y llenando el lugar con una alegría tan auténtica que era imposible no compartirla.
Hairond ajustó el enfoque y disparó. En el lente, el hombre no era solo un espectador; era un poema sin palabras, un himno a la pasión y a la capacidad humana de vivir el presente con toda su intensidad. No importaba que estuviera allí físicamente; su espíritu vagaba lejos, quizá en una playa donde el sonido de las olas imitaba los aplausos del público.
Esa foto, pensó Hairond, no sólo contaba la historia del partido, sino la del hombre que lo vivió como si fuera el último. Y al mirar el resultado, supo que había capturado algo más que una imagen, había atrapado un instante eterno, donde la pasión y la risa eran un idioma universal...
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