SANTO DOMINGO, República Dominicana.- En la Antigüedad, los puertos griegos rebosaban de mujeres que se entregaban a los marineros a cambio de unas monedas para subsistir. Malolientes, sudorosos y con toda clase de apetitos, los hombres recién llegados de tierras lejanas buscaban relajarse y encontrar un alivio a la abstinencia de semanas o incluso meses. Sin embargo, los muelles no eran los únicos sitios donde podían hallar mujeres de todas las edades dispuestas a entregar su cuerpo por dinero: en los espacios públicos de las grandes metrópolis se les podía ver durante el día.
Estas mujeres podían vivir sin problemas de la prostitución, uno de los negocios más rentables y viejos que la humanidad haya conocido en su larga historia. En Atenas, los burdeles estaban legalizados e incluso clasificados por niveles: las mujeres que tenían mayor preparación ganaban más y vivían en los prostíbulos más exclusivos y caros de la ciudad. A ellos llegaban los marineros y comerciantes con mejores posibilidades económicas que podían gozar de las mujeres más hermosas de la ciudad.
Pero había sitios de una exclusividad casi sagrada a la que muy pocos tenían acceso: los templos que albergaban a las prostitutas sagradas (hieródulas), quienes aparte de ser sumamente hermosas tenían una preparación tan excelsa que eran capaces de sostener conversaciones en torno a diversas materias como arte, política o filosofía. Generales, gobernantes y artistas acudían a buscarlas no sólo para gozar de sus cuerpos y atributos sexuales, sino también para recibir consejos de parte de estas mujeres.
La más deseada de todas ellas se llamaba Eugea: una mujer de piel blanca, cabello castaño, ojos grises, labios rosas y carnosos, alojada en un cuerpo por el que más de un hombre suspiraba al saber que jamás podría tenerla en sus brazos. De ella no sólo se sabía en Grecia, sino más allá de sus fronteras. Hombres importantes de esta nación y de otros sitios desconocidos incluso para la misma Eugea viajaban largo meses para conocerla y gozar de sus dotes sexuales que, por otro lado, eran bien conocidos.
Una cosa era segura: los hombres morían felices en brazos de la hermosa prostituta cuando cumplían su largo anhelo de conocer su intimidad, la cual ofrecía un placer tan inmenso como ninguna otra de las hieródulas que hubieran conocido. Eugea podía llevar a cabo todas las posturas sexuales que se conocían gracias a los libros que versaban sobre el tema. La mujer tenía una fortaleza a prueba de todo: pasados apenas unos segundos de la consumación del acto, estaba lista para dar más a sus amantes. De esa manera eran pocos los que podían pasar más de una noche de placer con la joven.
Las leyendas decían que Eugea era descendiente de la misma diosa del amor Afrodita, quien le había dado la capacidad amatoria a su hija para llevar al límite físico a todos y todas sus amantes. El templo en el cual la deseada Eugea vivía y recibía a sus amantes estaba dedicado por completo a esa misma diosa. En su interior se respiraban deliciosas fragancias que embriagaban a sus visitantes y los preparaban para el que sería casi con toda seguridad el último y más glorioso de sus encuentros sexuales.
No había hombres que al ver a Eugea esperando por ellos en sus aposentos, envuelta en sedas preciosas y lista para ofrecer los más deliciosas favores sexuales, no perdiera la cabeza y entregara verdaderas fortunas en joyas, monedas y brillantes al templo con tal de fundirse en un solo cuerpo con la más sagrada de las prostitutas. De esa manera el templo y sus representantes obtenían recursos con los que se enriquecían y también Eugea, quien llevaba una vida de auténticos lujos.
Lo que Eugea hacía era en realidad un sacrificio para su diosa Afrodita quien recibía a los muertos en el Olimpo. Incluso sabiendo que ese momento podría ser el último para ellos era tanta la desesperación de grandes hombres por probar el cuerpo de la mujer que se entregaban a una dulce muerte sin pensar en nada más, pese a las advertencias de sus allegados o de los relatos en torno a la sierva de Afrodita.
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