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martes, 26 de noviembre de 2024

La Unión Ciclista Internacional homologa el récord de Miguel Induráin

El navarro Miguel Induráin Larraya cuando intentaba establecer una nuneva marca de la hora en el velódromo de Burdeos, Francia.


MADRID, España, 23 de noviembre de 1994 (EFE).- El récord de la ora conseguido por el ciclista español Miguel Induráin, el pasado 2 de septiembre en el velódromo de la ciudad francesa de Burdeos, ha sido homologado por el comité técnico de la Unión Ciclista Internacional (UCI).


Miguel Induráin dejó la plusmarca de la hora en 53,040 kilómetros, lo que fue toda una hazaña, al ser el primer corredor en superar la barrera de los 53 kilómetros.

Ese registro fue superado poco después en dos ocasiones y en el mismo escenario, por el suizo Toni Rominger (53,832 kms y 55,291 kms), marcas que todavía no han sido homologadas oficialmente por la UCI.


Así fue el récord de Induráin (por Eurosport):


Hasta el cuerpo de bomberos de Burdeos estaba preparado por si acaso aquel 2 de septiembre de 1994. No tenían que apagar ningún fuego, sino todo lo contrario, estar alerta por si era necesario un manguerazo al techo del velódromo de la ciudad para que en su interior Miguel Indurain tuviera las condiciones de humedad necesarias durante la hora más agónica de su carrera deportiva.
 Su padre deportivo, José Miguel Echávarri, consideraba que Miguel merecía tener el récord de la hora en su palmarés. Como Coppi, como Anquetil, como Merckx, como Moser o como el desconocido bocazas de Graeme Obree, quien predijo que el navarro jamás batiría su marca de 52 kilómetros y 713 metros.

A esas alturas de su carrera, el gigante de Villava ya había ganado cuatro de sus cinco Tour de Francia y sus dos Giro de Italia, no pudiendo encadenar el tercero consecutivo ese mismo año y doblar la rodilla por primera vez en una gran vuelta. Pero faltaba algo en su palmarés, más allá del Mundial de fondo en carretera que años antes perdió en el esprint ante Bugno o ante la escapada del jovencísimo Armstrong en Oslo. El mejor contrarrelojista de aquel momento debía atreverse con el récord de la hora y esta tentativa no fue simplemente un capricho improvisado de Echávarri.

Indurain se convertía en un extraterrestre encima de su cabra de contrarreloj en las largas llanuras de las cronos del Tour de Francia pero se sentía prisionero dentro de la cuerda del velódromo. No tenía experiencia negociando las curvas peraltadas, no podía moverse prácticamente ni un milímetro de su posición y lo más importante, el hecho de estar encerrado dando vueltas al mismo sitio provocaba que no pudiera regular a su gusto sus propias fuerzas. Siempre en la misma postura, siempre con la misma cadencia y durante sesenta minutos interminables siempre con el mismo desarrollo sin poder jugar con las marchas de su Espada, la bici sobre la que trituraba rivales en el Tour de Francia.

Por esta razón, el asalto al récord de la hora tenía que estar perfectamente preparado. Absolutamente todo, al milímetro. Revisionando las imágenes de la retransmisión de este evento en España que ofreció un joven Canal+ o releyendo las crónicas de la época, concretamente las de Javier de Dalmases en Mundo Deportivo, el aficionado puede darse cuenta de que los avances de todo tipo que este deporte nos vende hoy en día ya estaban prácticamente inventados. No sería grosero ni pretencioso afirmar que aquel primer intento de récord de la hora de Miguel Indurain fue la puerta de entrada al ciclismo del Siglo XXI.

Echávarri y el séquito de Miguel Indurain quisieron ir tan por delante de su tiempo que incluso propusieron a los comisarios de la Unión Ciclista Internacional (UCI) que un rayo láser proyectado en la madera camerunesa y bien lijada del velódromo actuara de liebre. La petición fue denegada así: “Las liebres, a la cazuela”. No preocupó lo más mínimo al protagonista, aunque en su cabeza no paraba de dar vueltas un único y vital asunto, “la menor contingencia puede acabar con todo”.
Pese a que trataba de mantenerse ajeno al ruido y a la minuciosidad de los preparativos del propio Echávarri, de su director Eusebio Unzué, su mecánico Enrique Sanz, su masajista Vicente Iza y del médico Sabino Padilla, a Miguelón le preocupaban esos pequeños detalles que él no acababa de controlar. “Es casi lo mismo que una contrarreloj del Tour”, se recordaba a sí mismo continuamente, aunque en el fondo sabía que no iba a ser así ni antes, ni durante ni después de que diera la primera pedalada a partir de las tres de la tarde de aquella tarde mágica de septiembre.
Una llamada a Treviso meses antes, concretamente a la factoría de Pinarello, comenzó a hacer posible este sueño. A partir de esas palabras, el patrón de la célebre marca de bicicletas tomó las riendas de la operación para rediseñar la que puede decirse que ha sido la bicicleta más famosa de la historia del ciclismo. Iba a nacer una nueva Espada de un prototipo ya diseñado por el ingeniero de Lamborghini, Marco Giacchi. Posteriormente el propio Miguel hizo pruebas aerodinámicas en un centro aeronáutico y los bordes del chasis del monocasco de fibra de carbono tuvieron que ser fijados con resinas especiales en la misma factoría de los automóviles Bugatti.
A la hora de la verdad, Indurain declinó la horquilla inicial y el revolucionario manillar en forma de ala delta que le diseñaron. No estaba del todo cómodo y había que ensamblar la tecnología más avanzada del momento con elementos tradicionales. Así se lo rogó a su mecánico de confianza Enrique Sanz, quien lo acabó de improvisar con cuatro tubos de otros manillares. Además de estos retoques, un desarrollo único con un plato de 59 dientes y un piñón de 14 para que avanzara exactamente 8,77 metros por cada vuelta completa de los pedales. En definitiva, cada vuelta debía durar 17 segundos exactos, por lo que además eran necesarias 101 pedaladas por minuto. Y así, sin parar hasta completar al menos 211 vueltas en sesenta minutos, sin dejar de dar un pedal o beber una sola gota de agua y bajo unas condiciones de humedad que no superaran el 70% en el interior del recinto.
Estuvo todo tan medido que las 1.500 personas que abarrotaron las gradas, la mayoría llegadas de Villava tuvieron que hacer la previa y comerse sus bocadillos fuera, ya que no les dejaron acceder al velódromo hasta pocos minutos antes de las tres de la tarde para que no comprometieran ni esa humedad ni la temperatura interior del recinto. Una vez dentro, empezaron a gritar enloquecidas apoyando al máximo ídolo del ciclismo mundial y del deporte español en esos felices noventa. Él ni los escuchaba. Si cuando empezaba a dominar el ciclismo de carretera y podía permitirse observar con detenimiento los sembrados de los campos galos y mirar con deseo los tractores que anhelaba tener para trabajar sus propios campos cuando colgara la bici, en la hora más famosa de su carrera la concentración que le exigía negociar cada curva y no salirse ni un milímetro de la cuerda apagó ese fervor en su cabeza.
Sólo miraba de reojo a Sabino Padilla, quien en una pizarra le iba indicando los tiempos. La preocupación en el lado técnico empezó a cundir en varios momentos, cuando Miguel arrancó más fuerte de lo calculado para alcanzar la velocidad de crucero varios segundos antes de lo planeado. Él no oía esos gritos más cercanos de que bajara el ritmo y que fuera guardando para evitar un hundimiento en los últimos minutos. Siguió sin inmutarse, como hizo durante toda su exitosa carrera hasta la pájara de Les Arcs en 1996. El casco aerodinámico fabricado por la empresa pamplonesa de Buet no dejaba entrever su mirada por esa visera incorporada con los cristales tintados.
Los minutos iban pasando y todo iba bien. Indurain igualó el registro de Obree 20 kilómetros antes que esas milimétricas previsiones del equipo. Y mientras todos gritaban, había alguien observando bajo un silencio sepulcral: su mujer Marisa, quien no quiso soltar palabra ante Josep Pedrerol en la entrevista en directo de aquella magnífica retransmisión de Canal+ con la narración de la voz del fútbol Carlos Martínez acompañado de Pedro Delgado, en la que fue una de sus primeras veces como comentarista viendo y analizando con una voz inexperta cómo su compañero y amigo estaba entrando un día más en la historia del ciclismo.
Tal vez Marisa fuera la única en percatarse del único problema que tuvo su marido durante ese asalto al récord de la hora. Instintivamente pudo saber que algo no acababa de funcionar como estaba previsto. Nada menos que una arruga en la lycra del culote estaba matando en silencio al gigante. Una irritación en su piel mientras pedaleaba que acabó convirtiéndose en una pequeña abrasión que le torturaba en cada movimiento. Acostumbrado a asimilar el dolor y sufrimiento como nadie, Indurain apartó de su mente esa eventualidad y se centró en gestionar esa máxima agonía final.
Todo el mundo acabó de enloquecer cuando antes de dar las últimas vueltas ya se anunció que había superado a Graeme Obree. El récord era suyo y tuvo exactamente 327 metros más hasta que el reloj se paró y los jueces dieron por concluida la hora. Levantó tímidamente el brazo, Eddy Merckx contemplaba la escena recordando lo que él mismo vivió en 1972 en México y José Miguel Echávarri rompió a llorar ante la prensa.
La pizarra que cada vuelta le iba indicando los registros dibujó un escueto pero muy claro 53,040. En el dorso de esa pizarra, que no se vio en esa foto que fue portada en todo el mundo al día siguiente podía leerse la última indicación en plena vorágine: “Sigue así”.
El récord de la hora apenas le duró un mes y medio más, concretamente hasta que su archienemigo Tony Rominger lo superó en octubre. Pero como rezaba el dorso de esa pizarra, Miguel Indurain Larraya siguió así: siendo el más grande dos años más con un quinto Tour de Francia, un arcoíris contrarreloj y su derrota más dulce, la del Mundial de Duitama conteniendo a los rivales para que Abraham Olano fuera campeón del mundo. También le dio tiempo a ser campeón olímpico contrarreloj muy poco después del impacto de no poder conquistar su sexto Tour consecutivo.
Sólo duró una hora. Pero en esos sesenta minutos el 2 de septiembre de 1994, Miguel Indurain adelantó varios años el Siglo XXI. Y no sólo en el ciclismo, sino en la forma de concebir un espectáculo deportivo que data de 1893 y que una vez muy entrado el nuevo siglo la Unión Ciclista Internacional ha recuperado basándose en él. La hora más mágica que jamás tuvo el ciclismo no ha vuelto a repetirse.

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