Jim Rice no necesitaba ser el centro de atención aquella tarde de verano de 1982. Ya se lo había ganado, temporada tras temporada, como uno de los bateadores más feroces del béisbol. Pero lo que hizo ese día en Fenway Park no se trataba de béisbol. No se trataba de estadísticas, contratos ni titulares. Se trataba de instinto, corazón y esa valentía silenciosa que no pide aplausos.
Era simplemente otro húmedo partido de agosto en Boston. El aire estaba cargado de sudor y tensión en el marcador, y el ritmo habitual de la multitud vibraba por el estadio como electricidad. Entre los miles de asistentes, un padre había llevado a su hijo de 4 años a ver a los Red Sox. Quizás por primera vez. Quizás para compartir algo sagrado entre generaciones: el olor a cacahuetes, el crujido del bate, la poesía del diamante verde.
Entonces sucedió.
Una bola de foul resonó en las gradas. No todos la vieron. Algunos pedían perritos calientes, otros miraban las tarjetas. Pero Jim Rice sí la vio. Oyó el repugnante sonido del cuero al chocar con la piel en lugar del guante y se giró justo a tiempo para presenciar una pesadilla que ningún padre quiere vivir. El niño se quedó inerte. El pánico se apoderó de la zona. Jadeos, gritos. Caos.
No hubo vacilación.
Rice salió del dugout, saltando a las gradas como si fuera un instinto, porque lo era. No esperó al personal del estadio. No se detuvo a calcular el riesgo. En ese momento, él no era Jim Rice, el All-Star. Era Jim Rice, el ser humano, el hombre que no podía dejar que un niño sufriera mientras otros se quedaban paralizados.
Abrazó al niño —delicado, ensangrentado, inconsciente— y lo cargó como si fuera suyo. Ningún gesto grandilocuente. Solo acción. Solo corazón. Rice se movió con rapidez, bajando al niño al frío suelo del dugout para que los médicos del estadio pudieran llegar antes. Cada segundo contaba. Y gracias a Jim Rice, el niño llegó al hospital a tiempo.
Los médicos lo confirmaron más tarde: el niño podría haber muerto si hubiera tardado unos minutos más. Jim Rice le había salvado la vida.
No pidió un descanso. No se limpió. Regresó al campo con el uniforme manchado con la sangre de otro. Esa imagen —hombros anchos, tierra y rojo sobre blanco— se grabó en la memoria de Fenway como un mural sin pintura.
Y no había terminado.
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