El líder del Sky se une de manera provisional a Anquetil, Merckx, Gimondi, Hinault, Contador y Nibali en el club de ganadores de las tres grandes, Giro, Tour y Vuelta
Por Carlos Arriba (El PAIS).-
ROMA, Italia.- Si hace unos años alguno afirma públicamente que el siguiente en entrar en esa lista sería Chris Froome, todo el mundo le miraría raro, como se mira con temor a alguien que se cree que no está en sus cabales. O pensarían que la degeneración del ciclismo no tenía límites. Y nadie puede ahora decir lo contrario.
Nadie vio venir a Froome. Hace siete años, en 2011, ya había cumplido los 26 y solo era un exótico rubito, un chaval delgadito con mofletillos, que había nacido en Kenia y quedaba bien para escribir perfiles de bichos raros en el pelotón. No había corrido aún la Vuelta en la que se reveló, y que se analizó como una de las sorpresas habituales de la ronda española, especialista en dar gloria efímera a desconocidos.
Por eso, quizás, a muchos les da aún sarpullido leer que junto a los monstruos sagrados de la historia del ciclismo, los únicos que han ganado en su carrera las tres grandes pruebas por etapas, el Tour, el Giro y la Vuelta, el nombre de Froome. Pese a que desde entonces ha ganado cuatro Tours (y ha terminado segundo en otro), una Vuelta y, desde ayer, en que se convirtió en el primer británico que lo lograba, un Giro, Froome sigue siendo, en cierta manera, un intruso. Y ni siquiera la forma heroica en que ha ganado un Giro que parecía imposible para él a tres días de su final, le absuelve a ojos de gran parte de la afición. Antes al contrario.
Froome es un intruso que desafía la mirada tradicional sobre el ciclismo porque sus raíces, su cultura, su forma de ejercer su patronazgo sobre las pruebas por etapas, no tienen nada que ver con lo que se llevaba antes de la acelerada globalización del relato ciclista. Es un intruso porque es el producto de un equipo, el Sky, que se vanagloria de controlar, analizar y modificar todos los mínimos detalles que influyen en el rendimiento, incluida la personalidad de sus ciclistas.
El británico nacido en Nairobi en 1985 ganó el Giro con un ataque de otros tiempos en la etapa más dura. Estaba en la general a más de tres minutos del líder, un mundo en el ciclismo de control que tanto se practica, y faltaban 80 kilómetros, y dos puertos hors catégorie, para llegar a la meta. Por delante, la carretera desierta; ni un solo ciclista en fuga, ni un solo punto de apoyo. Bajo sus ruedas hinchadas con la presión justa para esa superficie, el asfalto se había convertido en tierra apelmazada y fina gravilla. Froome se fue. Dejó el peso de los cálculos y las conjeturas a los que le seguían. Dejó con la boca abierta a todos los que veían la tele y querían recordar que ese mismo Froome se había caído antes de empezar el Giro en Jerusalén y también en la primera subida en los Apeninos; que había pedaleado como un cojo desequilibrado y que había cedido tiempo en todos los finales en alto y en la gran contrarreloj, y al que habían perdonado la vida en el Gran Sasso. Y que al día siguiente de su victoria de orgullo en el Zoncolan había vuelto en Sappada a dar muestras de flaqueza.
Ese hecho tan puro, tan simple, un ciclista y la montaña, la soledad, la llamada del destino, el riesgo, semilla de leyenda, los sabios de su equipo lo adulteraron informando inmediatamente de que la acción había sido cuidadosamente planificada, de que le dijeron a Froome cuándo tenía que atacar y cuántos vatios podía alcanzar en ese momento, y de que habían distribuido estratégicamente a decenas de colaboradores con botellitas de líquidos cuidadosamente medidos por los dietistas del equipo para rellenar los depósitos de nutrientes que el corredor agotaba con su pedaleo incansable y acelerado, sin respiro.
A Luis Ocaña, cuando derrotó a todo el Tour en Orciéres Merlette, el director del equipo intentó frenarlo preguntándole que qué locura se le había metido en la cabeza para escaparse solo tan lejos de la meta. La publicidad del Sky desprecia el instinto, el golpe de genio, la voluntad loca, las características que hacen campeones a los campeones, los rasgos únicos que adoran los aficionados.
Froome es un intruso porque desprecia las clásicas, las carreras de un día en las que, justamente, más se desarrolla la personalidad competitiva, el sentido táctico, el cuerpo a cuerpo, el olfato, el ciclismo de siempre.
Froome es un intruso pese a que comparte con todos los ciclistas que han sido grandes del siglo XXI la mancha de la sospecha. La duda.
Han sido tantas las desilusiones, los nombres de ciclistas admirados a los que un control antidopaje o una investigación o una denuncia han convertido en tramposos, que muchos consideran que el pesimismo es obligatorio en el mundo del ciclismo. Y se ha llegado al absurdo de considerar la proeza y la superioridad como síntoma impepinable de trampa química o mecánica. No se puede ser campeón sin doping, dicen. Tampoco Froome. Si han caído Armstrong y Landis, por ejemplo, si Contador y Valverde han sufrido suspensiones, ¿por qué Froome no va a ser diferente? “Tengo la conciencia tranquila”, afirma él. ¿Cómo es la conciencia de un ciclista?, responden los escépticos.
Froome es un intruso, entonces, finalmente, porque dio positivo por salbutamol en la Vuelta y porque ha corrido el Giro en una cierta situación de libertad provisional. Su juicio aún no se ha celebrado. Su inclusión en la lista Anquetil, Merckx, Gimondi, Hinault, Contador, Nibali es, así, provisional. Una posible sanción le haría perder la Vuelta y, quizás, el Giro.
Él perdería una condición única, y el ciclismo perdería otra ocasión para poder afirmar bien alto la grandeza de sus campeones. Y al aficionado, eso le duele.
Teatro del absurdo en los Foros Imperiales
En el Monde del sábado, un psiquiatra preocupado pide públicamente que se prohíba a los pesimistas ejercer la psiquiatría. Debería dejar de preocuparse, como todos saben, todos los pesimistas del mundo se dedican al ciclismo de ahora, a todo tipo de papeles, incluido el de aficionado. Y no es que lleven una vida difícil: las propias gentes del ciclismo les alimentan cotidianamente, y con abundancia.
Para ejemplo, los organizadores y los ciclistas del Giro, que decidieron hacer teatro del absurdo tan romano en los Foros Imperiales tan turísticos, decorado de la última etapa. Allí, la maglia ciclamen, Elia Viviani, agotado, incapaz de dar una pedalada más, interrumpe su esfuerzo una decena de metros antes de terminar derrotado por Sam Bennet en el último sprint del Giro, el símbolo del cansancio de un Giro que sus protagonistas califican de durísimo y extremadamente competido.
Cuatro etapas a tres, final a favor del italiano en el duelo de esprinters, limitado a los dos únicos con una mínima entidad dada la ausencia de las grandes cilindradas: Gaviria, Kittel, Greipel, Kristoff, Sagan...
El ganador del Giro 101, Chris Froome de rosa, no pudo apreciarlo porque se dedicaba por entonces a hacerse selfies con medio pelotón pedaleando como un grupo de turistas de excursión por Roma. Los mejores del Giro, que temían los sanpietrini, esos adoquincitos que odian los paseantes, pidieron a los comisarios que no se les midiera el tiempo. Llegaron a meta más de cuarto de hora después de Bennet y un pelotoncito de 85, como si aquello fuera una etapa de exhibición, no de competición. Y, al pasar, saludaban a los aburridos.
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