El derrumbe moralPor Alejandro Almánzar
Si Duarte y Mella leyeran esta columna, para no incluir a Los Trinitarios y Restauradores, me dirían “hijo mío, deja eso así; no te metas en esa vaina, que nosotros fuimos los equivocados, creándote ese tormento”.
También al coronel Rafael Antonio Morales, por enfrentar la corrupción de la DNCD, DNI, PGR y de un Ministerio de Defensa permeado por el narcotráfico y el crimen organizado, pues cuando esta se vuelve sistémica,la historia enseña, que la confianza en sus instituciones, la credibilidad en las autoridades y el respeto a los valores desaparecen automáticamente.
Corrupción no es solamente recibir sobornos o desviar fondos, también cuando quienes administran el poder, colocan por encima la acumulación de riquezas y privilegios. La política deja de ser servicio para convertirse en mercado, la justicia en mercancía y el ciudadano en desechable, sin otra función, que alimentar con sus impuestos una maquinaria insaciable.
Y asumir como “natural” que funcionarios roben, que contratos públicos se asignen a cambio de favores o que las leyes se acomoden al poderoso, entonces la corrupción deja de ser excepción, para transformarse en la regla.
No hablamos de episodios aislados, sino, de un sistema enfermo, que consume sus recursos, llevando al Estado al colapso. La historia muestra que, ninguna nación puede sostenerse bajo tales prácticas; que grandes imperios han caído, no por la fuerza de ejércitos extranjeros, sino, por la descomposición de sus estructuras.
El interés desmedido por riquezas, debilita la moral pública, siembra el desencanto ciudadano y abre la puerta a fenómenos sociales peligrosos; generando apatía cívica, la indiferencia ante la ley, y en algunos casos, rebeliones para “resetear” el orden institucional.
Instituciones desmoralizadas tienen dos caminos, la decadencia progresiva, donde el Estado pierde su capacidad de proteger y servir, hasta volverse incapaz de sostener la convivencia o la reacción regeneradora, cuando una sociedad decide enfrentar su propia enfermedad, exigir transparencia y construir la confianza perdida.
Lo peligroso no es que autoridades se enriquezcan ilícitamente, sino, que aceptemos escándalos como el denunciado por el oficial como algo normal. El silencio del presidente y el Ministerio Público complica más esto.
La destrucción de la nación no sólo se sustenta en militares traficando indocumentados, sino, en la corrupción generalizada, donde con raras excepciones, aparecen oficiales como este asqueados con ese flagelo.
No hablamos del muchacho que vende drogas, es de en quienes descansa la patria y su soberanía, convencidos de ser millonarios, aunque hundan la Isla. Sólo una conciencia crítica y una acción colectiva evitaría lo peor.
Cuando instituciones oficiales se pudren, lo que se avecina no es progreso, ni estabilidad, sino ruina. Un cáncer que corroe la justicia, paraliza la política y convierte al ciudadano en espectador de su propia desgracia.
No es sólo que políticos roban, peligroso es, aceptar la idea de que “todos lo hacen y nada podemos hacer”. Ese conformismo, es la tumba de cualquier sociedad. Que veamos con indiferencia cómo la ley se dobla al mejor postor, que contratos públicos son para enriquecer a amigos, entonces la corrupción deja de ser delito para convertirse en norma y así, pronto seremos un Haití cualquiera.
En conclusión, la amenaza no es únicamente pudrición de las élites, sino, la complicidad social, incluyendo la prensa, cuando el poder castigue al que enfrenta la corrupción, estamos frente al derrumbe moral, donde nos hundimos lentamente o el pueblo reacciona ahora.
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