Ben Foster interpreta a Lance Armstrong vistiendo el maillot amarillo de líder del Tour de Francia. |
Por Carlos Arribas (El País).-
MADRID, España.- Lance Armstrong se mete en vena su primer chute de EPO y al segundo suena a todo volumen el Blitzkrieg Bop, la guerra relámpago de los Ramones, la única música, la única letra, que puede acompañar su acelerado, frenético y victorioso ascenso al Muro de Huy de la Flecha Valona; cuando, criminal confeso, caído y renacido vuelve a ascender una cuesta en su madurez solitaria, y el sol se pone, crepuscular sobre su alma libre al fin, suena de fondo el Everybody Knows, la pelea estaba trucada, que le canta grave Leonard Cohen al Armstrong preparado para su entierro y su obvia resurrección.
Es el apogeo y la caída del mito Armstrong, el deportista más tramposo de la historia, siguiendo la hipérbole que tanto éxito ha tenido, relatado para el cine por Stephen Frears en The Program (El Ídolo), una película estrenada en España a veces descacharrante, a veces superficialmente profunda, una alegoría muy católica, pecado, culpa, redención, siempre alocada y tosca. Una película a la que hay que ir con la mente en blanco para evitar que nos la estropee el excesivo conocimiento del personaje y de sus avatares.
Quizás la brocha gorda sea necesaria para describir el mundo de malvados de tres al cuarto y de periodistas cínicos que es el ciclismo en el que triunfó Armstrong, un deporte de católicos al que los calvinistas estaban empezando a destrozar.
Hacer del ganador de siete Tours el más malo de todos, que para eso es tejano, obliga a Frears a convertirlo en un malo de opereta, sacado de un tebeo de Fumanchú y que es capaz hasta de engañar a los enfermos de cáncer, su gente.
A su lado, siempre, su banda. Está su médico italiano, Michele Ferrari, “Il Mito” del dopaje en la historia del ciclismo, que —y quizás agudice el parecido el macarrónico italiano que le presta su doblador en la versión española— parece un imitador malo del doctor Bacterio, siempre con una pócima mágica en los bolsillos, una bolsa de sangre y una jeringuilla presto para clavarla donde haga falta.
Está también su director y tramador, Johan Bruyneel, pintado a brochazos como un ceporro astuto y taimado de mirada maliciosa y pocas luces. Y Floyd Landis, el ciclista que en la vida real es irónico e inteligente y lúcido, y en la película, interpretado por Jesse Plemons, el carnicero orondo del Fargo televisivo, es un “amish” torturado, pecador aplastado por la culpa.
Enfrente de la oscuridad, la luz, el periodista irlandés David Walsh, el vengador, en cuya crónica está basado el guion. Paralela a la peripecia de Armstrong, la de Walsh transcurre inversamente similar, una mirada que pasa de la adoración por el Armstrong joven e inevitablemente ingenuo, al asco por el Armstrong hipócrita triunfador que le había seducido, al gozo por su caída. Como personaje tópico se limita a cumplir una misión meramente funcional para hacer que la trama avance no necesariamente a borbotones, como le gusta al director, que no escarba en el potencial que nace de sus contradicciones.
Sangre nueva
Con el relato de Armstrong, Frears duda. No acaba de convertirlo en sátira ni en apología moral ni en película de acción. Para ello debería haber añadido algún personaje más. Se echa de menos a las mujeres de Armstrong, un mujeriego, o a un Eufemiano Fuentes, otro médico sin escrúpulos, con el que Ferrari hubiera competido en los laboratorios, como ocurrió en la realidad: no muy lejos de donde Armstrong se metía sangre nueva en mitad del Tour y Ferrari le pinchaba de todo, andaba Eufemiano Fuentes y sus bolsas mágicas alimentando a Ivan Basso o Jan Ullrich, que le acompañaban en el podio de París, siempre por debajo, porque Armstrong era el más grande en todo.
Un guiño a Dustin Hoffman
Hace más de 30 años, cuando era aún un cuarentón, Dustin Hoffman estuvo por el Tour, preparándose para protagonizar “La maldición del maillot amarillo”, una película que iba a dirigir Michael Cimino.
Contaba el cuento de un viejo campeón retirado que regresaba al ciclismo para ayudar a una joven estrella emergente a ganarlo. En la carrera, un día dan positivo por dopaje los cuatro primeros clasificados y de rebote Hoffman acaba siendo el líder y, encima, acostándose con la novia del ciclista joven, que no es otra que la hija de su mujer.
Desgraciadamente, como el ciclismo era entonces un deporte desconocido en Estados Unidos, una historia tan realista nunca llegó a hacerse película, y Hoffman, que había llegado a hacerse gran aficionado al Tour, se quedó con las ganas de vestirse con un maillot amarillo. Quizás para compensarle, Frears le ha ofrecido un papel secundario a Hoffman, pasados ya los 70, en The Program, un guiño para cinéfilos y amantes del ciclismo a la vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario