Por Rafael Enrique Correa.-
Reportaje narrativo-investigativo.-
El mar desapareció. Y todos creyeron que era un milagro. Estaban equivocados.
4 de agosto de 1946. Domingo. 1:51 de la tarde.
El sol brillaba como si nada supiera. Caminaba por la playa de Matanzas con la cámara colgada al cuello, buscando retratar la vida sencilla de los pescadores.
No sabía que esa caminata sería el umbral entre dos mundos: uno que existía… y otro que iba a morir.
Todo comenzó con un zumbido. Un murmullo profundo. Luego, el suelo vibró, tembló, se quebró.
Las palmas se doblaban como juncos. Las casas crujían. Y entonces, la tierra rugió.
No fue un simple temblor. Fue el tipo de sacudida que parte la historia en dos.
Caí de rodillas. Sentí que el mundo se abría. Y cuando quise correr… el mar ya no estaba.
II. El mar que retrocedió para vengarse
El agua había desaparecido. Literal.
Donde hace minutos bailaban las olas, ahora se extendía una lengua de arena húmeda, sembrada de peces saltando y embarcaciones encalladas. La gente gritaba de alegría. Algunos salieron a caminar sobre el fondo marino, recogiendo conchas y peces. Niños jugaban bajo los embarcaderos.
Yo no lo celebré. Algo no cuadraba.
Fue en ese instante que lo vi:
Un muro de agua, oscuro, inmenso, avanzaba en el horizonte. El mar regresaba… con rabia.
“¡Correee!”, grité con todo lo que me quedaba de voz. Pero era tarde para muchos.
La bestia de agua entró con una furia que solo he vuelto a ver en mis pesadillas.
Olas de más de seis, siete, quizá ocho metros desgarraron el litoral.
Árboles arrancados, casas flotando, cuerpos, animales, gritos.
Yo no corría. Volaba. O eso intentaba.
Y luego, oscuridad.
III. Despertar entre los muertos
Desperté en un campo abierto, cubierto de lodo, sangre seca y salitre.
A mi lado, un niño miraba al cielo. Nunca supe si respiraba.
La comunidad de Matanzas ya no existía.
Matancitas era barro y restos.
Esa noche vi hombres cavando con las manos, madres gritando nombres que nadie respondía.
La cifra oficial habló de 1,790 muertos. Pero los que estuvimos ahí sabemos que fueron más.
Muchos cuerpos se los tragó el mar y nunca volvieron.
20,000 personas quedaron sin hogar. Y otras miles… sin alma.
IV. Un crimen geológico sin culpables
Años después, investigando mapas y documentos olvidados, entendí lo que pasó:
Vivimos sobre una falla sísmica activa. La Falla Septentrional.
El 4 de agosto de 1946, esa herida profunda se abrió con fuerza: 7.8 en la escala de magnitud de momento. O quizá 8.1. Un monstruo tectónico desatado a 15 kilómetros bajo el mar.
Y lo peor: nadie lo vio venir.
No había alertas. No había educación. Nadie sabía qué hacer. Solo correr… o morir.
Dos días después, otra réplica de 7.6 sacudió aún más el miedo de los que quedaban vivos.
Pero el verdadero terremoto ya se había instalado en nuestras memorias.
V. Lecciones que el mar se llevó
Prometieron planes, prevención, simulacros.
Prometieron que jamás volvería a ocurrir sin que estuviéramos preparados.
Hoy camino por las mismas costas, y veo casas construidas sobre la arena.
Veo hoteles, balnearios, risas al borde de la furia dormida.
Y me pregunto: ¿Aprendimos algo? ¿O simplemente… olvidamos?
VI. Lo que el mar no borró
Hoy tengo 98 años. Escribo esto desde la misma playa donde aquel día el mar se fue.
Mi nieto juega a mi lado. El agua le acaricia los pies.
El sol brilla como si nada supiera.
Pero yo sí sé.
Sé que la tierra respira.
Y que cuando contiene el aliento por demasiado tiempo… nos recuerda que seguimos siendo huéspedes.
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