Homenaje al Chava Jiménez que fue eternizado por Tim de Waele. |
Por Guillermo Ortiz
Yahoo.es.-
MADRID, España.- A José María Jiménez le llamaban “El Chabacano”, pero él prefería escribirlo con “v” y así se quedó en “El Chava”, que es un apelativo muy barriobajero, muy de grupo de WhatsApp en los tiempos en que el WhatsApp ni estaba ni se le esperaba. ¿Tú con quién vas? Con “El Chava”. Ya está otra vez liándola “El Chava”... y así sucesivamente. Jiménez se retiró del ciclismo en septiembre de 2001 en medio de una horrible depresión que degeneraría en su muerte dos años después, secuelas de una vida intensa y desenfrenada. En su última carrera, la Vuelta a España de ese año, ganó tres etapas -incluida una contrarreloj-, quedó primero en la clasificación por puntos y primero en la de la montaña. Ni se asomó a los quince primeros de la general, porque su reino no era de ese mundo. Eso, insisto, deprimido, excesivo, con 30 años ya cumplidos y una leyenda a sus espaldas.
Jiménez siempre tuvo el encanto de ocultar sus límites. Eso es un arte. Hablar de Jiménez es inevitablemente hablar de Abraham Olano por su duelo en la Vuelta de 1998 que dividió a un país en dos con Fernando Escartín de perplejo espectador. El sistemático y ordenado Olano, con sus podios, con su Mundial de fondo en carretera, sus medallas olímpicas contra el crono, su palmarés envidiable y su capacidad infinita de lucha, de retorcerse sobre la bici en cuanto la carretera se empinaba y su peso le echaba hacia abajo. Olano nos mostró sus cartas demasiado pronto. A Olano se le puso cara de Induráin y ninguno le perdonamos que no estuviera a la altura de esa expectativa ajena. Con Olano, ya lo siento, el aficionado sufría, se lamentaba, se llegaba a desesperar. Quedaba cuarto y parecía un fracaso. Pocas veces se ha sido más injusto con un corredor de élite.
Sin embargo, con “El Chava” era lo contrario. “El Chava” anunciaba desde el apodo que se iba a liar... y se liaba. Del “Chava” esperabas eso: tres etapas con la gorra y treinta minutos perdidos en cualquier etapa absurda. La única vez que se acercó a competir por una gran vuelta fue aquel 1998. Al año siguiente, amagó en el Giro, con una actuación formidable en el Gran Sasso para luego acabar hundiéndose más allá del 30º lugar. A nadie le importaba. Todo el mundo amaba a ese Chava pajarero, curroromeresco, y el propio Chava se enamoró de su personaje y empezó a cultivarlo en exceso y a intentar ganar carreras de tres semanas sin dormir cuando dormir, a ese nivel, lo es todo. Esa complacencia, propia y ajena, quizá no lo mató pero no le ayudó en absoluto. La normalidad siempre le fue ajena. Todo le estaba permitido.
Es curioso porque esta versión exagerada del Chava choca un poco con la de sus inicios. El espigado corredor del Barraco que se iniciaba en Banesto como gregario porque en el Banesto todos eran gregarios menos uno a principios de los 90. El habitual de las subidas al Naranco y las Voltas a Catalunya. Puede que cuando recordemos al Chava desde la distancia le veamos atacando a Olano en Navacerrada o entre la niebla del Angliru, superando a un sorprendido Tonkov en la primera llegada al coloso asturiano. Sin embargo, ese no es mi primer recuerdo. Mi primer recuerdo del Chava Jiménez es el del corredor entregado en el Mundial de Colombia, la pieza sin la que probablemente ni Olano hubiera ganado en Daitama ni Induráin hubiera quedado segundo. El que se pegaba a la rueda de Giannetti, Pantani o Virenque en sus ataques desesperados, el que tiraba de Olano cuando este perdía metros, el que llevaba a Miguel al grupo delantero cuando Miguel pinchaba.
El Chava sabía sufrir, lo que pasa es que no le apetecía. En eso, hay cierto consenso. Siendo quien era le bastaba para ganar mucho, cobrar bastante y ser adorado. Si Olano siempre fue el antihéroe de la afición, Jiménez fue el niño mimado. Pocas pasiones recuerda uno como la que rodeaba todo lo que hacía el Chava, que, además, sabía dónde aparecer: en la Vuelta a España. Todos soñábamos con una victoria final, a lo Pantani 98, pero él se limitaba a dejarnos caramelitos: nueve victorias de etapa, cuatro reinados de la montaña, innumerables exhibiciones. Antes y después de septiembre, el Chava languidecía entre sus demonios. Si uno echa un vistazo a su palmarés, apenas sobresale una Clásica de los Alpes, un par de Vueltas Ciclistas a La Rioja y otras dos Subidas a Urkiola. Nada que explique su condición de ídolo recordado diecisiete años después de su muerte.
Porque, sí, era un ídolo. Sin matices. Un ídolo pop, si se quiere, que no es lo mismo que un ídolo deportivo. Una de esas figuras que, por carisma, trascienden a su deporte. “El Chava”, como si aquello fuera una película de Eloy de la Iglesia. Le ingresaron en una clínica de desintoxicación y acabó muriendo de una embolia apenas unos meses antes de que lo hiciera Marco Pantani abandonado entre cocaína en una pensión de mala muerte del norte de Italia. Eusebio Unzue calificó en su momento su muerte de “inevitable”. No sé si lo hizo para sentirse mejor o si uno tiende a pensar que todas las muertes a los 32 años son evitables con el entorno adecuado. “El Chava” nunca tuvo visión global ni paciencia ni voluntad de sufrimiento. “El Chava” se dejaba llevar, como Antonio Vega, y se autodestruía delante de nuestros ojos. ¿Y qué hacíamos nosotros para salvarle? Nada. Solo aplaudir. Que siga el espectáculo.
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